"Mi madre, siempre sonriendo, queriendo que todos fuésemos felices, me decía:
¡Sé feliz Henry!
Mi padre continuaba golpeándonos a ella y a mí varias veces a la semana. Y entonces ella sonreía para mostrarme cómo hacerlo y era la sonrisa más triste que jamás haya visto”.
Charles Bukowski.
De manera inconsciente medimos nuestra suerte, nuestra felicidad, nuestra riqueza o nuestro éxito siempre en términos comparativos. Los prisioneros de los campos de concentración envidiaban a los presos comunes por tener comida a diario, un colchón para echarse a dormir y por recibir correo postal una vez al mes. A ti te gustaba tu coche hasta que tu compañero de trabajo apareció con otro más caro. Eras feliz hasta que tu amigo compró una casa que tú nunca podrás pagar.
La métrica de tu éxito depende de otra persona, y para tu desgracia, nunca vas a elegir a ninguna que resida en un barrio marginal o en un campo de refugiados. Si estás leyendo esto, estás entre el 20% de los más ricos del planeta, y si resides en España, estás en el top-20 en cuanto a Índice de Bienestar se refiere, entre unos 200 países. Así que, si te comparas, quizá estos datos te sirvan para que lo hagas de manera objetiva.
Desafortunadamente, solemos caer en comparaciones “odiosas” porque de alguna manera hemos normalizado la perfección y lo vemos como un objetivo real y alcanzable al que podemos aspirar y conseguir si trabajamos lo suficientemente duro. Nos lo llevan vendiendo en televisión y en el cine desde bien pequeños. Nos han educado para creer que lo normal es tener un padre rico y bien posicionado en la sociedad, con una familia numerosa y unida, que habita una casa grande donde todos viven con espacio de sobra para albergar algún extraterrestre o algún vecino pesado.
El germen lo pusieron las sitcoms americanas, que nos enseñaron a Vivir con Mr. Cooper, nos mandaron a casa del tío Phil en su mansión de Bel-Air, y nos hicieron saber que Los Problemas Crecen, pero no mucho si tu padre es psiquiatra y tu madre reportera.
Nos han vendido que Emilio Aragón (o Nacho Martín en Médico de Familia) es lo normal, y quien no tenga un padre así, es un marginado. Que en las familias españolas lo que rige es tener una mansión, una chacha andaluza que prepara unos desayunos dignos de un hotel Hilton y unos hijos ejemplares que cuando se desvían del camino, acaban recapacitando y haciendo propósito de enmienda antes de pasen los sesenta minutos que dura un capítulo. Sí, vale que Nacho Martín era viudo, pero ahí estaba atenta la tía Alicia como figura maternal (y al final conyugal) para que no notáramos nada. ¡Si hasta los abuelos estaban lo bastante sanos como para echar una mano con la educación de los niños y dejar espacio para cierta tensión sexual entre ellos!
Y a los de mi generación, la millennial, desde pequeños, nos pusieron estos modelos en bucle cada noche y nos dijeron que estudiáramos mucho para ser “alguien en la vida” y tener las casas, las familias y las vidas que veíamos cada semana en las sitcoms americanas y españolas.
Y a día de hoy, esta misma generación, que ha hecho todo lo que se le dijo que hiciera, carga con el peso de la especulación y el despilfarro de sus progenitores y predecesores, y pelea en desventaja en un mundo laboral donde las buenas oportunidades y los puestos competentes están ya copados para los próximos veinte años, en muchos casos, por trabajadores cuyo gran mérito fue nacer quince años antes.
Y entonces aparece la frustración, al ver que lo que nos contaban en casa y en la televisión era mentira:
Y que tu familia se parece más a la de Charles Bukowski que a la de Emilio Aragón.
Y que compartir un piso de alquiler a los 34 años como los protagonistas de Friends, en realidad no era tu plan A, sino algo a lo que te has visto obligado porque sabes que nunca vas a poder tener tu propia casa.
Y que en el mundo real, el abuelo de Médico de Familia sufre Alzheimer y no reconoce a su hijo, o quizá fue un ictus que le paraliza medio cuerpo y no le deja comunicarse con fluidez, o cualquier otro deterioro a causa de la edad que lo convierte en una persona dependiente y pone a sus hijos en el eterno dilema: “contratar” una asistenta, buscarle una residencia o turnarse cada semana para limpiarle el culo.
Y que en el mundo real, Will Smith le roba dinero al tío Phil para gastarlo en cocaína cada semana, hasta que entra en un centro de rehabilitación para evitar ir a la cárcel por trapichear. Su primo Carlton, que es igual de cocainómano, ha estudiado una carrera, dos másters y tiene un puesto en el consejo de una empresa tecnológica.
Y que en el mundo real, el matrimonio de los Seaver no se soporta. El amor se terminó al poco tiempo de empezar y solo la inercia, tres hijos y la pereza de comenzar un proceso de separación mantienen de forma artificial una relación muerta.
Nos vendieron a Emilio Aragón, pero la realidad se parece más a Bukowski.
Y cuando sales a la calle, al supermercado o a un bar, cuando estás rodeado de gente y te paras a fijarte en ellos de uno en uno, te das cuenta. Ves ese desfile de caras de desilusión, esas parejas caminando al ritmo de un zombie, con la mirada perdida, fustigados por un niño hiperactivo y maleducado; ves esos cuerpos descuidados, fruto de una dejadez manifiesta desde hace varios años. Tienes la sensación de estar rodeado de personajes de un cómic de Pedro Vera y te das cuenta de la trampa que nos tendieron.
No tuvieron suficiente con esquilmar a nuestra generación, sino que nos vendieron como real una historia que no existía, y nos hicieron que de manera subconsciente la utilizáramos como la vara para medir nuestro éxito en la vida. Nunca hubo necesidad alguna de hacerlo, ni era tan difícil decirnos la verdad que había ahí fuera, porque nos íbamos a acabar dando de bruces con ella, y ahorrarnos ese extra de frustración nos habría hecho menos malo este trago.
Si pudiéramos aprender una lección para preparar a las generaciones venideras, esa sería la siguiente: más Bukowski y menos sitcoms.
Mi padre tenía dos hermanos. El más joven se llamaba Ben y el mayor se llamaba John. Los dos eran alcohólicos y mangantes. Mis padres hablaban a menudo de ellos.
–Ninguno de los dos vale para nada –decía mi padre.
–Vienes de una mala familia, papá –decía mi madre.
–¡Pues tu hermano tampoco vale para nada!
El hermano de mi madre vivía en Alemania. Mi padre hablaba a menudo mal de él. Tenía otro tío, Jack, que estaba casado con la hermana de mi padre, mi tía Elinore. Yo nunca había visto a ninguno de los dos porque se llevaban mal con mi padre.
–¿Ves esta cicatriz en mi mano? –preguntaba mi padre–. Bueno, ahí es donde me clavó Elinore un lápiz afilado cuando yo era casi un niño.
La cicatriz nunca ha llegado a desaparecer.
A mi padre no le gustaba la gente. Yo tampoco le gustaba.
–Los niños deben ser vistos, pero no se les debe oír –me decía.
Charles Bukowski. Ła Senda del Perdedor.
Sublime Iván!