Buscando al superhombre de Nietzsche.
Razones para volver a la universidad pasados los treinta.
Disclaimer: esta entrada puede ser (es) la más personal hasta el momento. Va a quedar publicada por si algún momento de iluminación inspira a alguien, que nunca se sabe, pero se trata de un diálogo interno que entiendo y asumo no va a ser igual de fluido que en otras ocasiones. Por otro lado, podrías estar viendo Netflix en vez de leyendo esto y aquí estás. Ya que has llegado aquí, prueba un par de minutos a ver si te engancha.
“Pocos se dan cuenta”, escribió uno de nuestros sabios, Pedro Cuartango, “de que el disfrute de la vida depende mucho más de los conocimientos que no tienen ninguna utilidad ni sentido práctico que de la habilidad para engrosar la cuenta corriente”.
Manuel Jabois.
Septiembre de 2005. Aterrizaba en la educación pública después de pasar desde los dos hasta los quince años en la burbuja de un colegio de monjas, donde cada mañana abríamos el Evangelio pero nunca abrimos el libro de ética de cuarto de la ESO, porque con Dios bastaba, y estaba por encima de la programación del curso, no vaya a ser que de repente aparecieran Marx o Freud en el temario e hiciéramos preguntas incómodas.
El bachillerato fue otra historia. El Paco de filosofía era un tipo peculiar. Sus gafas finas, su andar encorvado, con la mirada fija en el suelo mientras cruzaba el patio, una voz tirando a aguda… y una asignatura que a los quince años es difícil de apreciar. Lo tenía todo para ser el pito del sereno. Pero con el paso de las primeras semanas vi algo en él que me fascinaba. Esa calma, que en décimas de segundo se convertía en una embestida de arranques airados, normalmente acompañados por un discurso crítico con nuestra sociedad; algunas conversaciones elevadas que nos hacían pensar por nosotros mismos, un temario donde descubrí a autores que aun me acompañan, la lógica, que era como hacer crucigramas, y sobre todo, una sensación en mi foro interno de que ese tío, el filósofo, sabía algo que los demás no sabíamos. Todo esto a la vez despertó una curiosidad que los años no han aplacado.
Octubre de 2022. En lo superficial (y solo en lo superficial), soy un libro abierto, pero muy pocos saben que a unos pocos días de cumplir treinta y tres años he vuelto a la universidad. A distancia y compatibilizándola con el trabajo, pero sí, he vuelto a matricularme en una carrera universitaria. Filosofía, para más señas. Una decisión que aparentemente tomé en 10 minutos hace unos pocos días, pero que ya estaba tomada, sin yo saberlo, desde ese curso 2005/2006.
Es justo y sincero decirlo. Disfruto cada día del trabajo con el que me gano y me seguiré ganando la vida. Se me da bien, sigo desarrollándome y soy capaz ayudar a unas cuantas personas (aunque realmente no a todas las que se me achacan). Muy probablemente, si no hubiera elegido de adolescente ser fisioterapeuta, habría muchas posibilidades de que hoy siguiera viviendo con mis padres, encadenando trabajos precarios.
Pero como Concha Velasco, yo siempre quise ser artista. Desde pequeño leía por placer; en la época de Barbie Girl y los Cartoon, con nueve años, yo prefería escuchar desde Andrés Calamaro a B.B. King. Y unos años más tarde continué con mi estudios musicales en el conservatorio, pero el arte y las humanidades eran callejones sin salidas. Y de adolescente el mayor miedo que te meten padres, hermanos, profesores y familiares son las pocas salidas. Así, con quince años, sin haber estado en la consulta de un fisio nunca en mi vida, de repente una mañana (la mañana de ir a instituto a decidir en qué bachillerato me iba a matricular), tuve claro, de manera sorprendentemente pasional e irracional (y creo que inspirada por el PC Futbol) que iba a estudiar fisioterapia. Quedaban los dos años de bachillerato, pero la decisión era irrevocable.
Desde ese momento hasta el día de hoy, todo mi aprendizaje ha consistido en perseguir el objetivo primero de ser fisioterapeuta, y después, de ser mejor fisioterapeuta, en ocasiones, de forma obsesiva. La carrera, decenas de seminarios, cursos y congresos, dos masters, un doctorado fallido y una cartera de clientes bastante aceptable desde los veintiún años me tuvieron una larga temporada absorto en la tarea, descuidando relaciones personales y mi desarrollo como persona. Una larga temporada pisando esa fina línea que nos separa de ser un gilipollas.
Conforme me he ido acercando a los treinta, he descubierto varias verdades que se me ocultaban (o no supe ver) de adolescente y joven adulto, como que en realidad nadie sabe realmente sobre nada y todo el mundo está improvisando, que hay conocimientos transversales que son mucho más importantes que las mierdas que me habían estado vendiendo las academias de formación, y que la base de gran parte de estos conocimientos transversales procede de las humanidades.
El mundo de las pocas salidas volvió entonces a hacer click en mi cabeza, ahora de adulto consciente, más crítico, más escéptico, pero deseoso de retomar las cosas por donde quedaron años atrás. Hay quien dice que el camino del héroe termina con viaje de regreso, una manera de interpretar una concepción circular del tiempo que Nietzsche desarrolló en su teoría del eterno retorno. Puede ser que estemos sujetos a estas leyes, pero más que un héroe regresando, me considero simplemente una persona que lleva tiempo planteándose si una decisión que tomó con quince años tiene la capacidad de ser una cadena perpetua intelectual que corte de raíz las inquietudes por otras áreas de conocimiento que no sirvan de manera directa a su actual profesión.
Nietzsche también dice que «el artista es el que baila encadenado».
Y mi manera de ser un artista a día de hoy es esta: aprender por el placer de saber. Hacer lo que me sale de dentro y no lo que se me presupone. Buscar desde dentro al superhombre de Nietzsche, esa persona capaz de generar su propio sistema de valores identificando como bueno todo lo que procede de su genuina voluntad de poder.
Y, como siempre, ir con todo: si es música, hasta entrar en el conservatorio; si es correr, hasta la meta del maratón; si se trata de aprender, hasta la universidad.