Cabalgamos por el mundo
En busca de fortuna y de placeres
Mas siempre atrás nos ladran,
Ladran con fuerza…
Quisieran los perros del potrero
Por siempre acompañarnos
Pero sus estridentes ladridos
Sólo son señal de que cabalgamosLadrador (1808)
J.W. Goethe
Han pasado un par de semanas. Ha pasado el subidón, ha pasado la resaca emocional, se han reabsorbido los moratones, pero todavía son varios los momentos en los que resuena en mi cabeza ese “de Goethe, Paco, de Goethe”, como la primera pieza de un efecto dominó que desencadena una cascada de pensamientos tan recurrentes y furtivos, que me veo obligado a escribirlos un viernes de madrugada para darles orden, arrojarlos al mundo exterior y que sean igual de libres que yo al deshacerme de ellos.
Hace dos semanas, en Bullas, mi pueblo, se citaron los versos de Goethe que encabezan esta entrada. Este fragmento de poesía de principios del XIX no fue recitado en el Pregón de las Fiestas, ni en ninguna de las obras del ciclo de teatro de otoño, ni en los actos organizados en el Museo del Vino.
La primera vez que escuché el poema Ladrador, de Goethe fue casi a las tres de la madrugada y a más de cien decibelios. Aitor Velázquez, vocalista y letrista de Hora Zulú, recitó estos versos (en lugar de otros de Bertol Brecht) como epílogo del tema Golpes de Pecho. Al terminar la canción, el propio autor apostilló dirigiéndose a Paco Luque, su guitarrista: “habrás visto que he sustituido la cita de Bertol Brecht por una de Goethe. De Goethe, Paco, de Goethe”. Y el concierto continuó, haciendo del recinto un hervidero como sólo puede hacerlo un grupo legendario del rap metal nacional, con una legión de seguidores en todo el país desde hace más de veinte años.
Todos lo disfrutamos, muchos nos desahogamos repartiendo estopa en los cientos de pogos que se formaron en las casi dos horas de actuación, pero tengo la sensación de que, junto con Aitor Velázquez, soy la única persona (y ojalá que si hubo otra más, me contacte para decírmelo) que volvió a casa siendo consciente de que esa noche se citaron los versos de un autor que puso los cimientos del Romanticismo, lo cual me pareció una manera especial de conectar con un letrista brillante y leído, un auténtico regalo, aunque también un hecho surrealista y hasta cómico, dado el ambiente hostil de las hordas de metaleros borrachos, enfarlopados y enrabietados a base de pogos que recibieron el poema de Goethe como el que escucha la lluvia caer sobre un tejado de uralita.
Pensar en que disfruté de uno de los grupos de mi adolescencia y que, de propina, me evocó a Goethe, activó de manera instantánea, como un gatillo, en mi mente unas palabras que escuché hace unos meses en una entrevista con Juan Soto Ivars, hablando sobre su adolescencia en Tánger en la Sala de Catas de Estrella Levante:
Si tú tienes un buen profesor de literatura, a esa edad (la adolescencia), ya conectas con la literatura, y te permite ver una ciudad anodina, porque Tánger era un poco anodina cuando yo vivia allí, con otros ojos.
Cuando tú sabes que en esa ciudad, a Paul Bowles lo han tenido que sacar de un hotel por la puerta de atrás porque lo querían matar, y tú te lees A sangre fría y sabes lo que al autor le ha pasado eso en esa ciudad ya no vives en el mismo sitio y eso es lo bonito de saber cosas.
Lo bueno de saber cosas no es aprobar el examen, lo bueno de saber cosas es que a veces, el mundo parece un sitio muy previsible y muy anodino pero cuando tú te enteras de lo que ha pasado aquí; de lo que ha ido pasando antes de que tú llegaras...
Por casualidades de la vida, puntos que conectas a posteriori, este verano, siguiendo con el bucle eterno de leer a autores amargados en el que entré hace un par de años, llegué a Goethe, de quien leí algo que escribió a sus setenta años, en la cumbre de su sabiduría, fama y riqueza, pero con el corazón roto, después de enamorarse de una chica de diecisiete años. Goethe pensaba realmente que este amor sería correspondido, cosa que, por supuesto, no pasó.
Soy consciente de que leer La Elegía de Marienbad, de Goethe, no me va a reportar ninguna utilidad tangible para la vida, ni laboral, ni económica. Nada más allá de lo que la pueda disfrutar, y del hecho saber una cosa más. Pero saber cosas en este caso te puede llevar a que en un concierto de Hora Zulú seas capaz de ver algo más allá, que te haga gracia, te toque la fibra y que te conecte con una entrevista que fuiste a ver hace unos meses, en la que precisamente, el entrevistado decía que saber cosas cambiaba tu visión en un mundo a priori anodino. Todo un círculo virtuoso se abre ante ti.
Saber cosas sin una utilidad concreta; ya sea leer, ver cine, escuchar música o enriquecerte de la manera que sea, te puede llevar a vivir una vida totalmente diferente en ese mismo entorno de mierda que nos rodea a todos. Te puede hacer conectar los puntos en Montparnasse, o que, delante de la Venus de Milo, Vetusta Morla resuene en bucle dentro de tu cabeza. Que entiendas que un bombo a negras es algo tan tribal y que llevamos tan dentro como especie, que saca nuestro lado animal, y cuando es la base rítmica de una canción, sólo puedes bailarla; o que ese momento que tanto te emociona en el minuto 2:53 de Luciérnagas y mariposas de Lori Meyers o en el 6:56 de Si te vas de Extremoduro, te emociona porque su autor hace algo que se llama modulación de tonalidad menor a tonalidad mayor, que despierta algo en nuestro interior.
Lo bonito de saber cosas es la capacidad que te da para entusiasmarte con momentos, lugares y detalles que hacen a los demás mirarte con incredulidad, condescendencia o hasta pena porque no lo llegan a entender.
Lo difícil de saber cosas es el hecho de entusiasmarte con momentos, lugares y detalles, pero lo justo para que no te haga parecer un gilipollas pretencioso.
El equilibrio es imposible.
Pero búscalo, el camino merece la pena.
Iván ❤️